El olvido de... “El Olvido que seremos”.
Homenaje al Inmolado Hector Abad Gómez y a la lucha por los derechos humanos.
Tuve el gozo de leer el libro de Hector Abad Faciolince, “El Olvido que Seremos” y me atrevo y siento la necesidad de complementar, al menos como testimonio histórico, algunos de sus apartes y concretamente los referidos a los momentos previos a su lamentable muerte.
Hector Abad había convocado a un grupo de amigos para que lo acompañaran en su aventura del proceso de la elección a la Alcaldía de Medellín, en la primera elección popular de Alcaldes que se presentaba en el país, prevista para el año 1988; y con ellos, conformó un pequeño sanedrín de apoyo, principalmente en contenidos ideológicos. Se contaban algunos amigos cercanos y próximos a la política del viejo M.R.L. de los años 60 y otros de data más reciente de la izquierda democrática. Entre ellos estaban, Carlos Gaviria D., mi Padre, Fabio Naranjo Ochoa, Leonardo Betancur, Alvaro Tirado Mejía, Donato Duque Patiño, miembro muy activo del Directorio Liberal y yo, que acababa de llegar de Europa y venía de hacer mis estudios precisamente en ciencia política y derecho público. Mi entusiasmo era desbordante y H.A lo que hizo fue premiarlo, nombrándome Secretario de la Compaña. Veníamos reuniéndonos esporádicamente, diseñando la estrategia del proceso electorial, y como torbellinos juveniles expresando ideas de grandes cambios frente a la política tradicional clientelista y nepotista existente; ideas de enorme contenido social y contenidos plenos de ética llenaban el escenario, anticipándonos sin dudas a los tiempos modernos. Conformábamos grupos de trabajo y salíamos de visita por varios barrios de la ciudad, curiosamente con cierta libertad y tranquilidad, empero la violencia existente. Estábamos muy optimistas y entusiastas.
En la tarde del lunes 24 de agosto de 1987, un día previo a su asesinato, recibí la llamada de un abogado muy próximo de mí familia, por cuanto mi Padre fue abogado de su padre toda la vida. Pero para ese entonces era testaferro y togado de un mafioso importante de la ciudad, cuyo nombre no recuerdo; para esa época sólo intuíamos el desempeño y gestión jurídica que hacía para aquél. Me dice lejano y taciturno, con un quejo de desastre: "Carlos Eduardo, dígale a su candidato que se esconda o se vaya de la ciudad, que lo van a matar". Yo no salía de mi sorpresa, pero conociendo su relación y la situación que vivía la ciudad para esos años de barbarie narcotraficante (lo del presente con remembranzas, nos aparece como un infantil juego de canicas), tome con toda la seriedad del caso sus palabras. Mencionó además, pero como mera añadidura, lo de la “lista”. Yo no había escuchado las noticias sobre la famosa lista, encontrada en un delincuente capturado días anteriores por las autoridades y que relacionaba personas con “orden” de ser asesinadas, lo que se trasformó en pocos meses en realidad - para vergüenza del país y de rechazo de nuestro frustrado pasado- y, por ende, no pude interpretar bien su mensaje final. Estimaba que sabía algo más y que no podía decírmelo y terminamos la conversación sin comentarios adicionales. Inmediatamente llame al Candidato y amigo H.A. y le dije: “Es preciso y urgente que hablemos hoy mismo, necesito hablar con usted urgentemente”. Me respondió de inmediato que claro, que me esperaba después de las 5 P.M.
Cuando llegue, acababa de dejar a Carlos Gaviria y se encontraba jovial como era habitual, le dije, después de los saludos protocolarios: "Doctor Abad, por favor, salgamos de aquí que tengo algo muy delicado que contarle. Lo invito a que nos tomemos una cerveza en la tienda de la esquina", la sede quedaba en el costado oriental del centro de la ciudad. Con la noticia, la desconfianza propia del momento y de las circunstancias, estaba casi convencido que la oficina, que era además sede de nuestras reuniones, estaba infiltrada de micrófonos de organismos de seguridad o de esas “fuerzas oscuras”, como las hemos denominado; por ello quería evitar hablar del tema en el lugar. Inmediatamente con su gesto y carcajada característica, me aplasta diciéndome: " Ya sé que me quieres decir Carlos Eduardo, que me van a matar!" y se ríe con su vozarrón único y agrega: " Perro que ladra no muerde". A renglón seguido me cuenta toda la historia del detenido por la policía, la famosa “lista” de amenazados, la entrevista con los periodistas, sus comentarios realizados sobre lo honrado que se sentía de estar entre tan ilustres amenazados; y finalmente agregó, con una absoluta confianza, tan exagerada que lograba transmitirla y con palabras que me tranquilizaron: " El hecho que las amenazas se hubieran hecho públicas es el mejor seguro, nada va a pasar. Y ahora sí podemos irnos a tomar la cerveza". Salimos entonces juntos a la calle, pasadas ya las 5.40 P.M. y hablamos media hora en una pequeña tienda que estaba cerca de la sede y cuyo lugar no puedo precisar por el paso del tiempo. Fue una conversación breve, por cuanto previamente me había dicho que disponía de poco tiempo. Hablamos tan sólo de la campaña, no volvimos hablar de la amenaza y del refugio o exilio. Todas las circunstancias e informaciones las relacionaba ya con la famosa lista y la noticia de la mañana.
En reunión reciente se había comentado la noticia que Guerra Serna ya no quería la consulta partidista, que estaba incluso próximo a disolver el grupo de precandidatos liberales y dar pie atrás a todo el proceso de consulta que algunos sectores del partido querían generar. Todo se debía y así lo interpretábamos, a que el nombre de H. Abad tenía un gran consenso en la ciudad, toda su labor previa de vida, el hecho de presidir el Comité de Derechos Humanos, tan trascendental para el momento que vivimos, había generado un gran fervor por su candidatura, lo sentíamos y se veía. Se afirmaba que el “Socio” Guerra, como se hacía llamar, temía que ganáramos la consulta interna, como en efecto iba suceder, y por lo tanto, tendría el liberalismo oficialista de Antioquia un candidato ciertamente independiente de ideas, que no podía controlar. Al lado de nuestras cervezas H.A. ratificó el hecho que si la consulta no se hacía seguiríamos hasta el final, en disidencia si era necesario, estaba decidido a ello. Yo apoyé la idea y estaba seguro que tendríamos grandes posibilidades de éxito, al fin y al cabo, no era sólo el liberalismo el que lo apoyaría, sino también toda la izquierda, sectores conservadores democráticos, independientes y de opinión librepensante de la ciudad. La primera elección popular de alcaldes podría ser la gran sorpresa para Medellín con un candidato lleno de valores e ideas, por ello disputarle las elecciones y ganarle a Juan Gómez Martínez era al menos probable. Comentó que estaba atento a la decisión que se tomaría ese miércoles o jueves con Germán Zea como director del proceso para avalar o abortar la consulta, pero a partir de allí, me dijo, debíamos prepararnos para iniciar una labor en los barrios, de educación y proselitismo del programa que estábamos desarrollando. Nos despedimos con el crepúsculo de testigo, en el pórtico de la entrada a su oficina. Regresé a mi apartamento contento y con la intención de preparar algunas ideas para los diversos comités de trabajo que estábamos organizando, el trabajo sería arduo, pensé, pero excitante.
Al día siguiente, después de la jornada habitual de trabajo, al filo de las 7 de la noche, nos dirigíamos mi padre y yo hacía nuestro apartamento -recuerdo el sitio exacto del desplazamiento:la plaza del Poblado -, cuando escuchamos la nefasta noticia. Fue como recibir un trueno y rayo al unísono, no lo podíamos creer. Nuestro amigo tenía razón y sabía algo más, me dije. Siempre guardo conmigo el cargo de conciencia de que tal vez no hice lo suficiente para evitar su desaparición.
El día del entierro, pese mi juventud e inexperiencia, tenía deseos de hablar, pero fuí un cobarde, lo confieso. Preparé algunas palabras incluso, fue el amor materno el que me hizo disuadir. Me imploró que no lo hiciera, que sería, en la situación que se vivía, mí sentencia de muerte o el exilio, quién sabe por cuanto tiempo. Efectivamente no lo hice y tal vez por ello vivo. Soñaba con ser un gran político, había estudiado para ello, había sido formado en el crisol de los grandes ideales de justicia y era feliz haciéndolo al lado de un personaje tan noble, inteligente y de tanta entrega, como muchos otros valiosos hombres de lo que podemos denominar “la generación perdida”. Allí quedaron también rezagados mis sueños, como los de muchos otros jóvenes, arrastrados por las cadenas de la muerte. El día del entierro prometí alejarme de la política mientras reinara la barbarie, en un destierro que todavía continúa, y así mismo me propuse ser un buen abogado, lo que he intentado hacer todos estos años; admito que amo mi profesión, así este plagada de desilusiones, cuando de hacer justicia se trata.
Aprendí muchas cosas en las correrías que hicimos juntos durante esos breves meses. De manera especial recuerdo las visitas a los barrios de la ciudad y un viaje que hicimos hasta el oriente lejano ( Granada y San Rafael ) a apoyar a los campesinos por la falta de apoyo estatal a sus cosechas, fundamentalmente de fique, y la miseria que la falta de su compra venía generándoles ( se había dado la sustitución abrupta del uso del fique por el plástico). En fin, tan sólo bellos recuerdos me quedan, pero perdurara para las generaciones presentes la existencia perenne e inmortal de aquellos que siempre luchan por los demás, por los derechos fundamentales, los colectivos y los fines que nos hacen tener al menos un motivo de destino por vivir intensamente en estos breves segundos, micras de tiempo en que “somos”.
Carlos Eduardo Naranjo Flórez